Agazapados dentro de uno de los camiones, entres barreños vacíos, esperaron en silencio.
—Parece que el camión está reduciendo la velocidad —dijo Manzanilla al cabo del tiempo—. En cuanto abran las puertas saldremos.
Gordalete le cogió la mano. El final de su aventura estaba cerca, lo presentían, aunque Écija no lo hubiera mencionado cuando las dejó dentro del camión.
—Hay algo que tengo que hacer antes de reunirme allí con vosotras —les había dicho—. Nos veremos donde sea que este camión os lleve.
Al abrir las puertas, aprovechando que unos hombres entraron para sacar los barreños, Gordalete y Manzanilla saltaron del vehículo y rodaron a través de un jardín, hasta llegar a un edificio de piedra. Entraron. Hacía frío. Un murmullo de fondo hizo que fueran avanzando por un corredor estrecho, de paredes mojadas, sin apenas iluminación. El murmullo se fue convirtiendo en un ruido amordazado. Siguieron caminando, con cuidado. Finalmente encontraron una habitación con un gran ventanal. Al asomarse, les dio tanto miedo lo que vieron, que se quedaron sin habla. Frente a ellas se extendía una enorme fábrica en la que cientos de miles de aceitunas, atadas de pies y manos, estaban tumbadas bajo la terrorífica presencia de una sombra viscosa, informe, de ojos profundos, que se les iba metiendo dentro, una a una.
De pronto, la sombra se detuvo y miró al ventanal. Una puerta se cerró tras Gordalete y Manzanilla, que se vieron atrapadas.
—Espero que estéis disfrutando —dijo una voz, que resonaba en las paredes de la habitación—. Vosotras seréis las próximas.