Hieras e hileras de olivos se sucedían hasta perderse en la lejanía. En el medio de ellas, como si hubieran salido de la nada, aparecieron Écija, Gordalete y Manzanilla.
Asombradas, delante de lo que parecía una laberinto de troncos anudados, comprobaron que no había nadie alrededor.
—¿Dónde está la gente? —preguntó Manzanilla, al recordar el bullicio de esas fechas en el olivar donde nacieron.
—Estoy segura de haber escogido la puerta adecuada —dijo Écija.
Entonces escucharon una melodía moverse entre los olivos. Al principio era el silbido distraído de alguien que caminaba lentamente, luego se convirtió en el tarareo de lo que parecía una canción antigua.
Se fueron acercando hasta llegar a los pies de un olivo donde un hombre, subido a unas escaleras, recogía aceitunas y las ponía en una cesta de mimbre que llevaba al cuello.
—Os estaba esperando —dijo.
Gordalete y Manzanilla no pudieron evitar dar un grito de sorpresa al ver que aquel ser humano hablaba con ellas.
—No queda mucho tiempo —prosiguió, sin dejar de coger aceitunas—. Como veis la gente ya no cree en vosotras, en lo que sois y podéis hacer. Les da igual vuestra historia, la de estos olivos, la de las manos que os recogen y cuidan durante todo el camino.
Bajó las escaleras, se agachó, acarició cariñosamente la cabeza de Écija y les dijo:
—Algo está ocurriendo en La Estación. Tenéis que ir allí y averiguarlo. Una sombra está contagiando a la gente y hay que detenerla.
Volvió a subir las escaleras.
Gordalete y Manzanilla, mientras cruzaban el laberinto sobre Écija, aún podían escuchar a aquel hombre cantar.