—¿Qué es el laberinto de las aceitunas? —le preguntó Gordalete a Écija una vez reemprendieron el camino.
—Es un lugar mágico, un sitio con muchas puertas que se abren y cierran.
—¿A dónde llevan esas puertas?
—Allá donde haya olivos y aceitunas que recoger —contestó Écija distraída, olisqueando el borde del camino—. Al principio de los tiempos, esas puertas estaban abiertas para las personas que trabajaban los olivares. Podían ir a la sierra y varear la aceituna para luego sacarle aceite. O a la campiña, para recoger las aceitunas a mano, con la delicadeza del que selecciona flores en un jardín. Se pasaban el secreto de generación en generación. Los padres les enseñaban las puertas a sus hijos que se las enseñaban a los suyos. Pero con el tiempo se fue perdiendo el interés en la tradición y las puertas mágicas se convirtieron en una leyenda, en un cuento para distraer a los niños.
Gordalete y Manzanilla se quedaron en silencio, pensando en ese universo mágico de puertas que llevaban a las personas de un sitio a otro por toda la provincia. Apenas se dieron cuenta de que Écija se había detenido frente al tocón de un olivo. La liebre sopló ligeramente sobre la superficie y la palabra “Campiña”, escrita con letras doradas, apareció unos segundos sobre la madera.
—Aquí es —dijo Écija—.Ya hemos llegado.
Las aceitunas se miraron sin entender lo que estaba pasando.
—¿A dónde?
—A una de las puertas que nos llevará al laberinto de las aceitunas.
Subieron al tocón y desaparecieron.