Gordalete y Manzanilla se agarraban al pelo de Écija mientras las llevaba a través de la campiña. El futuro de los olivos estaba en las patas de aquella liebre que no parecía cansarse nunca, a pesar del calor. Al llegar a una dehesa de encinas, Écija tomó un pequeño desvío y se detuvo junto a un lentisco.
Gordalete y Manzanilla se quedaron boquiabiertas al descubrir en el interior del arbusto una ciudad bulliciosa y alegre, llena de aceitunas. Caminaban y charlaban animadamente, jugando las más pequeñas, el resto haciendo ejercicio, dando un paseo o sentadas en alguna terraza.
—¡Una ciudad de aceitunas! —exclamó Gordalete con gran entusiasmo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Manzanilla. No podia dejar de mirar a todas esas aceitunas, tan distintas a ellas, de colores rojizos, negras, con manchas, con la piel arrugada, delgadas, bajitas, alargadas, con muletas, parches en un ojo o incluso partidas a la mitad.
—Bienvenidas a Olivia —les dijo una aceituna morada acercándose a ellas—, la ciudad de las aceitunas perdidas.
—¿Perdidas? —preguntó Gordalete.
—Así es. Las que caímos de las cajas o los macacos de los recolectores, o quedamos ocultas en la tierra durante el verdeo, nos reunimos y comenzamos esta ciudad. Aquí cualquier aceituna tiene su sitio, ya sea carrasqueña, picual, hojiblanca o verdial. Sean verdes, como vosotras, o moradas como yo, que me dejaron más tiempo en la rama —explicó con una sonrisa—. Cualquiera que se haya quedado atrás en el laberinto de las aceitunas, es bienvenida.
—¡El laberinto! —exclamó Écija —. Necesitamos llegar hasta allí inmediatamente.
—¿Por qué? —preguntó Manzanilla.
—Pronto lo sabrás.