Cuando llegaron a la cima de la colina, vieron un olivo cuya sombra se extendía más allá de donde alcanzaban a ver. Al acercarse, sólo encontraron un árbol silencioso de tronco hueco. Gordalete y Manzanilla no sabían qué hacer, pero la liebre Écija les dijo:
—¡Agarraos fuerte!
Y saltó dentro del olivo.
Cayeron por un tobogán oscuro en el que sonaban voces, en muchos idiomas, rodeadas de un olor que les recordó a casa.
Una luz los devolvió a tierra firme.
—¿Dónde estamos? —preguntó Gordalete.
—Estáis en el Principio de las Cosas —dijo alguien a su espalda.
Se volvieron para encontrarse con el Olivo del Tiempo, mirándoles con unos grandes ojos verdes.
—Esa mujer que veis allí —les indicó a lo lejos— es la Naturaleza. Está a punto de crear la obra de arte más hermosa que nadie haya visto. ¡Mirad!
La Naturaleza golpeó el suelo con una lanza y un pequeño brote salió de la tierra, que fue creciendo y creciendo hasta convertirse en un robusto olivo, repleto de aceitunas.
—Los frutos de este árbol —dijo la Naturaleza— servirán para alimento de hombres y mujeres. Les darán vitalidad y servirán para aliviar sus heridas.
Gordalete y Manzanilla se miraron, entendiendo al fin su misión. Saltaron de nuevo al Olivo del Tiempo y subieron por la historia de los pueblos viendo cómo éstos habían usado las aceitunas durante siglos, no sólo como alimento sino también como remedio y formas de curación.