A lomos de Écija, la liebre, Gordalete y Manzanilla recorrieron los caminos del olivar donde habían nacido. Conforme se alejaban de su casa se iban encontrando con páramos desolados, tierras secas y olivos tristes.
—¿Qué es lo que estaba pasando? —preguntó Gordalete al ver todo aquello.
Écija se detuvo frente a un viejo olivo que, cubierto de polvo y sin apenas hojas en sus ramas, no paraba de toser.
—¿Estás enfermo? —preguntó Manzanilla, preocupada.
El olivo, secándose el sudor del tronco, contestó:
—Tengo sed. Hace mucha calor y nadie nos da agua. Las temperaturas son cada día más altas. Además —añadió entristecido—, ya no tengo aceitunas que abrazar, como a las que durante años he estado criando, alimentando con mis propias raíces.
—¿Qué podemos hacer para ayudarte?
—Mi tiempo se acaba. Y el de otros muchos olivos. Pero aún hay esperanza. Debéis entender primero a qué os estáis enfrentando. Para eso, tenéis que conocer de dónde venís.
—Venimos de un olivo —dijo Gordalete.
—Venís de una historia. Y para conocer esa historia, tenéis que ir al Olivo del Tiempo y pedirle que os la enseñe.
—¡¿El Olivo del Tiempo?! —preguntaron las dos aceitunas con sorpresa.
—Es el olivo con la sombra más alargada. Id a aquella colina —señaló con una de sus viejas ramas hacia el horizonte— y lo encontraréis. ¡Rápido! ¡Contamos con vosotras!