—¿Qué pasó al final con las aceitunas, abuelo? —preguntó Alba.
Los tres caminaban de vuelta a casa, entre los olivos, escuchando la historia de Gordalete y Manzanilla.
—El hombre que hablaba con las aceitunas recogió a Écija, Gordalete y Manzanilla y las trajo hasta aquí.
Alba y Gonzalo se quedaron clavados en el sitio.
—¿Aquí? —preguntaron.
—Sí. Mi abuelo me contó cómo un día un hombre, acompañado de una liebre, le dio dos aceitunas que aseguró eran las aceitunas más especiales de Sevilla. “Cuando las pruebe, su vida cambiará para siempre”, le dijo aquel hombre antes de marcharse.
—¿Y qué hizo tu abuelo?
—Le hizo caso. Siempre me hablaba de aquel sabor, de la alegría que le inundó, del despertar que tuvo y de cómo, horrorizado, se dio cuenta de que sus olivos estaban muriendo. Se puso manos a la obra en seguida, llamó a cuanta gente encontró disponible en el pueblo y juntos salvaron la cosecha. Aún se recuerda la calidad de aquellas aceitunas, la textura de las manzanillas, la carnosidad de las gordales. Fue entonces cuando se juntaron en una cooperativa. Hasta hoy.
—Pero entonces, ¿Gordalete y Manzanilla…? —preguntó Alba con cierta tristeza.
—Cumplieron su misión —respondió el abuelo acariciándole la cabeza con ternura—. Su sabor era tan maravilloso y estaban tan llenas de vida que eran las únicas que podían acabar con el Olvido.
—Entonces, ¿Olvido perdió? —preguntó Gonzalo.
—Esta vez sí. Pero sigue planeando cómo volver para destruir las aceitunas de Sevilla para siempre.
—Nunca nos olvidaremos de Gordalete y Manzanilla. Ni del sabor de las aceitunas. Pero, por si acaso, abuelo, cuando lleguemos a casa ponnos unas cuantas. Para refrescar la memoria.
Rieron felices sin notar que, desde las ramas de los olivos, también podían escucharse las risas de miles de aceitunas cuya misión estaba aún por empezar.
